domingo, 27 de noviembre de 2011

Presentación de mi nuevo libro ¿POR QUÉ LA ESCUELITA?



¿”Por qué la Escuelita”? Es el texto literario que hace referencia a la escuela Diego de Rojas, en Famaillá, Provincia de Tucumán, convertida por el decreto 261/1975 en un centro clandestino para la desaparición y tortura de personas en el inicial Terrorismo de Estado. Mediante una estética de ensayo y sobre un plano narrativo testimonial, más una mirada crítica se acusa al poder desbocado, cazador de vidas y ladrón de juventudes, de existencias soñadas a hombres y mujeres, al argentino Juan Carlos Baer. Un gobierno se olvidó de nombrar y mantener a la democracia y despojó a este ciudadano de sus derechos y de las oportunidades para organizar su mundo, en su realidad de pueblo, en aquel Tucumán de tenebrosas noches en el orden social. Atacó contra él, injustamente devenido en extraño, peligroso, azaroso a la energía colectiva y comunitaria de Bella Vista.

La maquinaria de imposición del terror y violencia usó ingenios azucareros, ruinas jesuíticas, cárceles comunes e instituciones, todas fueron vaciadas de su legado social y cultural. Entre ellas la escuela de Famaillá, considerada por “la historia de la verdad” como el primer centro argentino para la tortura.

Lo vivido por Baer en esos muros escolares, pone en cuestión la misión fundacional de la escuela, tanto en el ayer como en el hoy, —actualmente funciona en el mismo lugar  y con su mismo nombre de orígenes— y es la temática que transversaliza y sostiene argumentativamente al presente libro.

¿Cómo poder ser indiferentes ante el dolor registrado en los años de Terrorismo de Estado? ¿Hay calidad ciudadana si no se aprende a ver, hablar y actuar en los años de secuestro y tortura? ¿Pueden algunos quedar fuera de ese pasado? Nadie puede estarlo. Si en aquella época no se ejercieron los derechos por las vidas dignas de reconocimiento y por ende “no lloradas”, hoy no es moral ni virtuosos sostener el silencio, la indiferencia y ser usado por el dolor de lo vivido como herramienta de intereses emocionales o movimientos políticos actuales. La pasividad de ese tiempo histórico nos obliga a mutar con actividades de ciudadanía responsable y comprometida. Si ese pasado fue revestido con otras normas, con otras ideas y con otros imaginarios, nuestro presente se constituye como la gran posibilidad para construir otros marcos reglados, con otro “nosotros responsable de la vida”, con condiciones sociales y valorativas para sostenerla. Ese pasado fue una realidad, que se abrió a nuestros pies, la miramos pasar pero no la convertimos en problema, por eso por mucho tiempo no la cuestionamos.

La necesidad de trabajar con la conciencia histórica les plateó a los autores la no resignación a cuestiones que trascienden el relato historiográfico, llevándolos a una reflexión explorativa y comprometida ante las contradicciones de esa realidad viviente de la trágica Argentina del siglo pasado y no ajena a la dimensión continental.

Lucía Cáceres se mete en el cuerpo sufriente, en las heridas, en las bordura de las cicatrices del protagonista y víctima de la violencia: Juan Carlos Baer. Baer es el actor de la historia, Lucía pone en palabras el dolor, la verdad para la construcción de la memoria. Y así relata: “Después de la feroz golpiza que sufrí en esa noche trágica y viendo la condición de mis compañeros “no tocados” pensé que debía acomodarme a esa traza, que no tenía otra opción para mi vida. Tuve que callar, debí aceptar todas las imposiciones de ese régimen. Pensé en mis derechos de preguntar, en el valor de la palabra, en la confianza que da el diálogo, como uno de los derechos ciudadanos. Supe que en la sociedad se puede disentir, que existe también la posibilidad de compartir el pensamiento distinto y heterogéneo. Sin embargo, avizoré que el ejercicio del beneficio de la pluralidad que todo sujeto moral tiene, fue difícil encontrarlo en ese lugar.


El aula se convirtió en el recinto para recostarme en largos y profundos silencios. Mi corta existencia hasta los años de juventud traviesa cambió agudamente por el análisis y el cuestionamiento. Creí ver que en esos años de mozuelo, nuestros aconteceres fueron francos, cargados de vigorosa y sincera plenitud. Sin embargo, reconozco que en nuestra sociedad hubo más tibieza que convicciones. Con el sufrimiento y la racionalidad herida ante la privación de mi libertad reconocí que el derecho a la palabra estuvo opacado, tapado. Democracia, derechos humanos fueron sólo nombres, no estuvieron en nuestro lenguaje, ni en nuestra jerga juvenil, simplemente las pronunciamos sin significados y sentidos, sin contenidos y sin semántica. Tampoco la construimos en una comunidad de pertenencia sobre la base de la nación, el territorio, la lengua y la cultura. Fueron nombres que “no” representaron a objetos ni identidades. Pág. 28

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